Hola, lectores. A continuación os presento un relato de nuestra compañera Ana.
-Padre, me acuso de que he matado a mi jefe.
- ¡Jesús, María y José! ¿Y cómo fue, hijo mío?
- Le aplasté el cráneo con la fotocopiadora.
-¡Válgame Cristo! ¿Y existe algo que pueda alegar como
atenuante de la gravedad de su pecado?
- Sí, padre, soy consciente de ello, y el sentimiento de
culpa no me deja conciliar el sueño por las noches, pero mi jefe era un ser
odioso, me hacía la vida imposible. Nada de lo que yo hiciera le parecía
correcto.
- Cuéntame cómo sucedió todo.
- Bueno, yo soy el Redactor y supervisor en una editorial, y
estábamos haciendo una enciclopedia sobre el mundo animal. Todo iba bien hasta que
tocó hablar de los tiburones. Recuerdo perfectamente el final de mi artículo: “y
cuando el confiado bañista vislumbra en el horizonte la aleta dorsal del terrible
y voraz enemigo, ya puede empezar a temer por su vida.”
- Bueno, eso me parece bastante veraz.
- Pues se ve que a mi jefe no se lo pareció. Me dijo que en
la enciclopedia se trataba de defender los animales, y que debíamos procurar
que el lector llegara a sentir amor y simpatía hacia los tiburones. ¡Figúrese
usted! ¡Amor y simpatía! Además, se había erigido en el profeta de los
animales, y con ese título firmaba sus artículos y prologaba los temas de la
enciclopedia. Se creía el amo del mundo, era sencillamente inaguantable.
- Pero, por ahora, no encuentro motivos para ese odio tan
feroz que le llevó a usted a cometer tan horrendo crimen.
- Horrendo, el volumen de la enciclopedia de Vida Animal
dedicado a los escualos: ¡quedaron retratados como mascotas de pecera!
- Bueno, quizás mi jefe era un tanto excéntrico con respecto
a los animales.
- y luego comenzó a exigir: que si cincuenta fotos con teleobjetivo;
que si un artículo de doscientas palabras para esta misma tarde… ¡Yo me vi
desbordado!
Un día, estaba yo haciendo unas fotocopias de unos datos que
había hallado en Internet, y me dijo que todo aquello no servía para nada: ¡un
trabajo que me había llevado tres cuartos de hora! ¡Me puse como una fiera! ¡Yo
mismo, al recordarlo, me sobresalto!
Y fue cuando, mirando fijamente mi nariz, que parecía un tubérculo
bulbero, me enardecí. Mis ojos llameaban y mis brazos parecían actuar solos
cuando volqué la fotocopiadora justo sobre su cabeza, y lo maté.
-¿Y qué hizo después?
-Pues avisé de que había ocurrido un accidente en la
copistería, recogí mis cosas y me fui a casa.
-¿Y no sospecharon de usted?
-Para nada. Al día siguiente se celebró el funeral y lloré
al darles el pésame a sus familiares. Dos días después, me despedí de la
empresa.
-¿Se despidió?
-Sí, cobré mi finiquito y empecé a trabajar en otra
editorial que ya hacía tiempo que me echaba el lazo.
-Espere un momento; por todo lo que me ha contado, me parece
que yo conozco a su jefe.
-¿Qué le conoce?
-Bueno, le conocía. ¿No se llamaba Ramón Molina Muñoz, de
Editorial Muñoz y Cía?
-Sí, padre, ese mismo.
-Pues en ese caso, y ya que nadie ha descubierto su crimen y
yo estoy obligado a guardar el secreto de confesión, no me queda más que imponerle
la penitencia.
-¿Y qué tengo que hacer, padre? ¿Qué debo rezar?
-Rezar, puede rezar lo que quiera. Pero Ramón Molina Muñoz
era uno de mis mejores feligreses, y el que más ayudaba económicamente a esta parroquia.
Para compensar su crimen y la pérdida de nuestro benefactor, usted deberá hacer
un estipendio de 50,00 euros mensuales, mientras que yo siga siendo el párroco
de aquí.
-¿Y eso es todo?
-Eso es todo, hijo, y hágame el favor, de no fallar los
domingos a misa.
-Gracias, padre.
-Déselas a Dios. “Ego te absolvo in nomine páter et fili et
Spiritu Sancto.
-Amen.
-Vaya en paz y no asesine más.